domingo, 11 de marzo de 2012

¿Cabello y personalidad?


Cuando realicé búsquedas similares en el imprescindible Google, me topé con una serie de artículos que hablaban de cómo la gente te toma a partir del color de tu cabello o, lo que es peor, cómo “es” tu personalidad si los genes te regalaron cierta tonalidad. Dejando de lado aquellas generalizaciones esotéricas, esto me hizo recordar una pregunta que cierta tarde me hice mientras regresaba a casa: ¿Qué tanto de esa esencia de cada persona se pone en manifiesto cuando de cuidado capilar se trata?

El cuidado capilar no es una obligación, como es obvio. Muchas personas no utilizan productos más allá del champú, a veces por desinformación, a veces por falta de ganas o de posibilidades. A veces, incluso, porque el cabello se mantiene perfecto con una rutina así de simple, como le ocurre a mi mejor amiga (Green envy through my veins…). A pesar de esto, mi tendencia general fue la de considerar que, quienes no prestaban atención al pelo que les crecía en la cabeza, eran unos bichos raros: ¿Quién no anhelaría portar una melena envidiable y perfecta como la de los elfos del mundo de Tolkien?

La respuesta es que todos. Si a cualquier persona se le apareciese un genio de la lámpara y le ofreciese tener el cabello más hermoso del mundo, diría que sí aun si nunca le importó el estado del mismo: total, ¿qué habría de perder? Sin embargo, la diferencia está en que, para muchos, el cuidarlo implica un tiempo gastado innecesariamente. Y, aunque amo mi cabello, y ustedes probablemente sientan lo mismo por sus respectivas madejas, debemos admitir que tienen toda la razón.

Si dejásemos de cuidar nuestros cabellos, estos dejarían de verse tan bien como lo hacen ahora. Pero, a la vez, el dejar de usar monerías como tintes, permanentes, tenazas, planchas, secadoras y otros haría que este se mantuviese relativamente sano naturalmente, por lo que no moriríamos. Es más, si nos rapásemos como parte de una epifanía, no pondríamos en riesgo nuestra salud orgánicamente hablando, y es ahí adonde voy: el gran daño reposaría en nuestra psiquis.

El tiempo que invertimos en las rutinas de cuidado capilar nos trae diversas satisfacciones: la de vernos mejor, la de sentir que hemos cumplido con una responsabilidad, la de percibir un mayor control sobre nosotros mismos en una inexorable e intrínseca búsqueda de perfección (¡Ah, obsesivos!, me incluyo ahí…), y la lista continúa. Es innecesario en cuanto a que no es de vida o muerte, pero no es tiempo desperdiciado en tanto que lo invertimos en algo que nosotros, dentro de esa individualidad esencial que mencioné al comienzo, consideramos importante.

Por lo tanto, estimados lectores, somos nosotros los bichos raros, aquellos que gastan dinero en productos capilares en vez de usarlo para ir al cine, aquellos que se levantan una hora más temprano para mimar sus cabellos, aquellos que a veces miran los cráneos ajenos con pena ante lo deplorable de sus cabelleras y que se sienten como reyes bajo las luces intensas que reverberan sobre sus cabezas. Pero debemos recordar que opciones son opciones, y nosotros no somos culpables de sentirnos bien con lo que hacemos tanto como ellos no son culpables de sentirse bien sin utilizar cepillo en las mañanas.


Qué cursi, por dios...


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